Crónicas desde el desierto



Hace unos cuantos días que llegué a Atar, en el interior del país, en pleno desierto. Pasaré aquí unos diez días antes de continuar más al norte en donde alcanzaré el tren más largo del mundo y que circula por el desierto cargado de mineral de hierro hasta llegar a la costa, a Nuadibú. Esta última es la segunda ciudad más importante del país y célebre por ser el punto de partida de los cayucos que salen para las Islas Canarias. Allí me quedaré casi un par de semanas y es que estoy dedicando el mes de febrero a viajar un poco para conocer lo que hacen mis compañeros en los otros puestos de misión. Cada misión tiene su propia personalidad. Aquí, por ejemplo, prácticamente toda la población es mora, al contrario que en Rosso donde la mayoría es negro-africana. Atar es una ciudad de unos 30.000 habitantes bien conocida turísticamente porque en su tiempo fue una de las etapas del rally París-Dakar y porque es paso obligado para visitar dos antiguas ciudades patrimonio de la humanidad (Chinguetti y Ouadâne) que se encuentran entre 100 y 200 kilómetros de aquí. El color de Atar es el de la arena que está por todas partes y con la que se enlucen muchas de las casas, pero también lo es el gris de las piedras y el verde de las palmeras. Porque es impresionante todo el entorno de la ciudad ya que después de kilómetros y kilómetros en taxi (7 personas en un vehículo con capacidad para cinco, tan apretados unos con otros que casi puedes sentir el latido del corazón de tu vecino) en los que prácticamente sólo ves un paisaje de arena, cuando te aproximas a Atar aparecen en el horizonte inmensas montañas de piedra de un antigüedad prehistórica y pequeños oasis con agua y palmeras. En la ciudad muchas de las casas, como por ejemplo la de la misión, están construidas en piedra y las vigas que sujetan los techos son troncos de palmeras. En los alrededores hay muchísimas cosas que visitar como pinturas rupestres, pequeños oasis con su propio micro clima o lugares en los que a poco que escarbes encuentras fósiles, puntas de flechas prehistóricas o rosas del desierto (formaciones minerales que el clima y el paso del tiempo han tallado como si fueran pequeñas rosas de piedra).

Yo aún no he visitado casi nada de eso porque aunque mi visita estaba programada desde hace un mes, mis compañeros han tenido que marcharse por unos imprevistos (Bar.., el hermano polaco, a Marruecos porque necesitaba renovar su pasaporte y la embajada polaca más cercana se encuentra allí; y el padre JL, francés, a Senegal). Así que estoy sólo, sin vehículo y sin casi dinero, esperando su regreso en unos días para visitar algunos de esos lugares de interés.

Lo que estoy haciendo es aprovechar para descansar y dormir mucho que falta me hacía y dar pequeños paseos por la ciudad. No lejos de nuestra casa viven tres monjas españolas: una maestra, otra enfermera y la otra doctora, ya veteranas, y que, como las hermanas de Rosso, trabajan en la promoción femenina y en dos dispensarios para niños mal nutridos. Las visito cada día y rezamos y comemos juntos. Hoy estuve en sus trabajos conociendo lo que hacen y mañana volveré para ver si puedo echar una mano en lo que sea.

Cuando paseo, sobre todo en los primeros días, no puedo evitar que me tomen por turista y se acerquen guías, vendedores y buscavidas. Aunque prácticamente no hablo todavía nada de Hassaniya, cuando les explico que trabajo en la “Kanisa” (la Iglesia) en Rosso me dejan tranquilo.

Hace unos días se me acerco un joven moro de 19 años, me dijo que se ganaba la vida como guía turístico. Hablamos un poco y en un momento dado me dijo que tenía una proposición para mí pero que era un secreto. Me dijo que conocía donde, no muy lejos de allí, había un campamento de mujeres senegalesas en donde podía encontrar cerveza sin problemas. Me cambió la cara y aunque le hablé con dulzura fui muy tajante y le dije que acabaría buscándose un problema gordo con la policía si seguía metiéndose en asuntos de prostitución y tráfico de alcohol. Me dijo que no era para él si no para los turistas, sobre todo los italianos. Como antes me había dicho que estudiaba en el instituto, le dije que lo que tenía que hacer era dejar esos asuntos y centrarse en sus estudios. Comprendió que se había equivocado de persona y despidiéndose amablemente se marchó. No me cabe duda que la policía tiene que conocer de sobra todos esos asuntos y probablemente saque su tajada.

Hasta aquí, el desierto austero y recóndito, llega la lacra del turismo sexual. ¡Dios mío cuánto sufrimiento e injusticia ahogan al hombre!

Bueno, este es un poco de mi día a día. Sé que he escrito el e-mail pero no sé cuándo podré enviártelo porque la conexión a internet aquí es aún peor que en Rosso.

Escrito por S.., misionero español en Mauritania

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